Hasta finales del siglo XX la mayoría de los habitantes de este planeta éramos seres anónimos. A lo sumo, algunos cientos de personas tenían noticia de nuestra existencia.: familiares cercanos, amigos, compañeros de trabajo y colegas que compartían nuestra mismas aficiones.
La fama era sólo cosa de unos pocos, cuya actividad relevante en algún área les hacía merecedores de ocupar espacio en los medios de comunicación. Sin embargo, la fama siempre ha ido un deseo secreto de la mayoría de los seres humanos. Andy Warhol vaticinó que la televisión le daría a mucha gente la oportunidad de tener 15 minutos de fama.
Y no se equivocaba. Por esos 15 minutos algunas personas están dispuestas a dar hasta la vida. Y desde luego, están dispuestas a vender su intimidad, su honor, su conciencia, y hasta su alma si es necesario. No hay más que ver el increíble éxito de todo tipo de realities televisivos en los últimos veinte años. Esos realities que, sin duda, son el antecedente más directo de las actuales redes sociales.
Hoy día, con las redes sociales, todos hemos salido del anonimato. Todos tenemos la oportunidad de ocupar un espacio mediático en la inmensa red que nos tiene atrapados a todos. Podemos exhibir allí nuestras ideas y también nuestras idioteces. Enseñar al mundo nuestras habilidades, o simplemente mostrar sin pudor nuestra vida cotidiana, a través de un carrusel de diapositivas intrascendentes.
El gran escaparate de nuestra vanidad es el mayor éxito de las redes sociales. Por eso son tan importantes y tienen tanto futuro. Porque su promesa de fama social conecta con la utopía de nuestra propia transcendencia. Un tema muy interesante para desarrollar, pero que , por su importancia metafísica, transciende los límites de este modesto post en mi blog.