Se ha hablado mucho en el pasado de la publicidad aspiracional, aquella que nos muestra situaciones, personas y modelos de comportamiento muy por encima de nuestra realidad cotidiana. Esas casas que a veces aparecen en los anuncios, en las que todo es perfecto: grandes salones, cocinas espectaculares y cuartos de baño gigantescos. Las amas de casa que parecen top models, con sus familias idílicas. Y las top models de verdad, que anuncian todo tipo de productos cosméticos y adelgazantes, con sus rostros y cuerpos de photoshop, prometiendo una belleza sin arrugas y un cuerpo escultural, sin ápice de grasas superfluas.
Pero este concepto de lo aspiracional se está quedando obsoleto. Aunque siempre subyace en el consumidor una admiración latente por todo lo que es inalcanzable, lo cierto es que ahora cada persona anhela la identificación con los que le son más afines, buscando un estatus de pertenencia a un grupo cuyos valores comparte, más que los otros estatus que imperaban en el antiguo marketing.
Estilos de vida, lenguajes, pertenencia al grupo, son ahora los nuevos paradigmas, los nuevos beneficios que el consumidor espera obtener de los productos y las marcas. Cada uno busca encontrarse con los suyos y compartir con ellos los símbolos que les identifican.
Los viejos símbolos de estatus no van a desaparecer de la noche a la mañana, pero están siendo sustituidos por otros que nada tienen que ver con el poder adquisitivo, sino con cosas mucho menos tangibles, como el interés por el medio ambiente, los viajes de aventura, el arte, el deporte, las prestaciones sociales o la marca personal en Internet.
Son cada día más los consumidores que se acercan a una marca atraídos por la patente de modernidad que el uso de la misma otorga a sus seguidores. Usar unas zapatrillas Nike tiene un significado mucho más profundo que el mero hecho de llevar un calzado deportivo: nada menos que el espíritu y la magia del deporte, como decía Phil Knigth (fundador de Nike), se transmiten al consumidor a través del uso del producto.