Después de la Segunda Guerra Mundial se popularizan en los países más avanzados una cantidad ingente de nuevos productos. Desde los electrodomésticos más esenciales en un hogar, como las lavadoras o los frigoríficos, hasta las sopas de sobre o los limpiadores en aerosol. Por primera vez la clase media tiene acceso a esos productos que llegan para cambiar su vida para siempre.
Pasar de la tabla de lavar a la lavadora automática, o de las barras de hielo en la fresquera hasta el frigorífico congelador, se convierte en el objeto de deseo de todas las amas de casa en cualquier lugar del mundo. A toda costa hay que disponer de esos nuevos utensilios domésticos, al precio que sea. No importa la marca, lo importante es el producto en sí mismo y sus increíbles prestaciones. Los nuevos productos se venden solos. Basta con informar a los consumidores sobre su existencia y su modo de uso, tener una buena distribución y un precio competitivo. La demanda supera a la oferta y no resulta necesario para las empresas hacer clientes, solo se trata de acumular compradores.
Pero en pocos años las cosas cambian. Con el extraordinario desarrollo económico de los años 60, surge una potente sociedad de consumo. Sigue creciendo la demanda, pero aún crece más la oferta. Ahora es más fácil fabricar que vender y al endurecerse el mercado ya no es suficiente informar sobre el producto, ahora hay que diferenciarse de la competencia recurriendo a la publicidad, el marketing, las promociones, las relaciones públicas y cualquier otro medio de comunicación. Como consecuencia de esta situación, la marca empieza a tener un papel relevante, pero la carrera de las marcas no había hecho más que comenzar.
Con el paso de los años la tecnología va haciendo cada vez más iguales a los productos. Cada vez resulta más difícil establecer diferencias entre un producto y su competencia, y la emoción va ganando paso poco a poco en los mensajes publicitarios, en menoscabo de las características físicas de los productos. Los avances tecnológicos, las diferencias físicas, son barridas en muy poco tiempo por la competencia, haciendo que no sea posible basar la comunicación en la ventaja diferencial que convertía a un producto en único y distinto a todos los demás de su categoría. Los productos dejan de ser atractivos per se y deben refugiarse en los valores de la marcas que los amparan. A finales de los años 70 el consumidor, que hasta entonces no había sido muy valorado en el proceso de comercialización de los productos, empieza a tener un papel relevante. Porque para vender ya no basta con tener una buena distribución, una calidad razonable y un precio competitivo. Ahora el consumidor debe ser seducido también por la marca y eso requiere nuevas estrategias en las que la empatía y la emocionalidad son factores básicos.
En los años 80, la década de oro de la comunicación publicitaria, los consumidores empiezan a comprar marcas en lugar de productos y eso revoluciona las relaciones con el cliente y los contenidos de todos los mensajes.
Desde entonces, las marcas se han convertido en el activo más importante del valor de las empresas. Tener una buena marca es hoy más imprescindible que nunca. Y para ello hay que contar con una buena agencia de Branding, que sepa establecer una estrategia eficaz para el desarrollo de la marca, porque de esa estrategia dependerá el futuro de toda la empresa.