El pasado y el futuro son dos conceptos abstractos que se hacen muy evidentes a veces, cuando se trata de productos.
Hasta el más despistado de los mortales es capaz de notar la evolución que han llevado a cabo automóviles, aviones, hojas y máquinas de afeitar, ordenadores, etc.
Un teléfono hace solo cien años era un chisme negro colgado en la pared, con unas trompetillas que servían para hablar y escuchar. Un poco más tarde pasó a ser un aparato encima de una mesa, y las dos trompetillas se unían en una sola pieza, que descansaba sobre el resto del aparato unida a él por un cable.
Después llegaron los teléfonos góndola, los inalámbricos y los móviles, todos envueltos en una sinfonía de diseños y colores. Y es fácil pronosticar que muy pronto el viejo teléfono de pared se convertirá en un chip que llevaremos inserto, a modo de pendiente, en una de nuestras orejas.
Predecir la evolución de los productos es fácil. Pero para ejercer con brillantez la gestión empresarial hay además que abrir todas la puertas de nuestra sensibilidad para captar también los cambios que no son evidentes.
Atrevernos a imaginar los resultados tomando como referencia los cambios no evidentes, nos permitirá entender mejor el mundo de la empresa y las previsible actitudes de nuestros clientes.