“El hombre ya no valora las cosas por sí mismas, sino a través de las imágenes que tiene de ellas. Conoce de los hechos las imágenes seleccionadas que le sirve su aparato de televisión y forma juicios con las palabras que escucha a un comentarista. El mundo se ha hecho grande y está lejos. Y los medios de comunicación, aunque aparentemente nos acercan las cosas, lo que hacen en realidad es distanciarnos de ellas. Porque nos hacen creer que todo está ahí, al alcance de nuestra mano, y que todo podemos abarcarlo y asimilarlo. Nos proporcionan la cultura de la chapuza, de las medias tintas, de lo superficial, de lo ambiguo. Nos enseñan el arte de saberlo todo, sin saber de nada.
Un hombre medieval, en un pueblo cualquiera de Castilla, tenía un mundo pequeño, diminuto, pero familiar y conocido. Conocía el olor de su tierra y el peso de cada piedra con que había levantado su casa. Conocía a cada vecino, cada animal doméstico del pueblo, cada casa, cada árbol, cada sendero. Y aunque su mundo era muy pequeño, él estaba más cerca que nosotros del universo. Tenía una opinión de las cosas palpada, vivida, sentida y olfateada, mientras que a nosotros nos atrofian los sentidos las tintas de imprenta y los rayos catódicos de la televisión”
Escribí estas líneas en un artículo para la revista Comunicación en junio de 1975. Hoy, 38 años después, me parece que están más vigentes que nunca, porque al ruido mediático de entonces se ha sumado todo el tsunami informativo de Internet para acabar de complicarlo todo.
Tenemos a nuestro alcance toda la información posible, pero cada vez disponemos de menos tiempo para asimilarla. Así que vamos reduciendo nuestra cultura a los lugares comunes que comparten las masas. Millones de contenidos sobrevuelan nuestras cabezas, arañando nuestro cerebro sin penetrar en él.
Hemos aprendido a manejar unos cuantos instrumentos tecnológicos que nos dan la sensación de poder abarcarlo todo, pero en realidad no somos más que esclavos de esa tecnología. Una especie de varita mágica que nos acerca las cosas, pero que no nos permite tocarlas, sentirlas y asimilarlas, porque su magia es demasiado veloz para nuestra limitada capacidad de manejar el tiempo.