Por Agustín Medina
Algunos pioneros del low cost, herederos directos de las marcas blancas, invadieron en los primeros años de la década de los noventa el sector del tabaco en los Estados Unidos. Nuevas marcas de cigarrillos baratos inundaban los puntos de venta y amenazaban el market share de las marcas tradicionales. Philips Morris, productora de Marlboro, la marca líder del sector, se estaba poniendo muy nerviosa. Su buque insignia estaba siendo torpedeado sin piedad en plena línea de flotación. Sus ventas se veían afectadas negativamente por aquellos intrusos sin imagen, que esgrimían como única bandera su bajo precio. Todavía no era dramática la situación, apenas unas décimas de punto de participación perdidas, pero los ejecutivos de la compañía temblaban ante la perspectiva de que aquello sólo fuese el primer síntoma de una catástrofe. Nunca antes había ocurrido nada parecido y nadie sabía hasta dónde podían llegar aquellos advenedizos.
Ellos no tenían costes de publicidad, no estaban interesados en crear una marca ni una imagen a largo plazo, y eso les permitía rebajar el precio sin deteriorar su imagen y manteniendo sus márgenes de beneficio. Además, en un producto como el tabaco, donde el consumidor no puede percibir claras las diferencias entre los competidores, esa rebaja de precio podía resultar mortífera.Cuando las décimas de punto llegaron a ser un punto completo de descenso en el porcentaje de participación de Marlboro en el mercado, los hombres de Philips Morris ya no pudieron resistir más. Había que competir con las mismas armas que sus oponentes. Si el juego era bajar los precios, ellos también lo harían, arriesgando una parte de su margen para mantener intacto su volumen de ventas. Y bajaron el precio de Marlboro nada menos que un 20%. Una oferta irresistible para los consumidores y un órdago para las marcas recién llegadas.
Lo que no previeron los ejecutivos era el efecto que aquella bajada de precios iba a tener en las cotizaciones de la empresa Philips Morris en la bolsa de Nueva York. Una bolsa que, como todas las demás, se mueve a golpes de intuición, de rumores y de sensibilidades extremas ante cualquier cambio empresarial. En este caso, los brokers de Nueva York, interpretaron que una marca tan fuerte como Marlboro, que desde hacía 40 años llevaba invirtiendo cientos de millones de dólares en sus campañas publicitarias del famoso cow boy, construyendo una teórica imagen sólida a prueba de cualquier eventualidad, si una marca como esa tenía que bajar los precios para poder competir con el primer recién llegado sin una marca reconocida, es que las marcas no servían para nada. O sea, que las marcas estaban muertas, y que por lo tanto las empresas que las poseían no tenían ni de lejos el valor que hasta entonces les venían atribuyendo.
El viernes 2 de abril de 1993 pasaría a la historia de los viernes negros de la bolsa neoyorkina con el nombre de Marlboro Friday, el día que murieron las marcas. Ese día no sólo se derrumbaron las cotizaciones de Philips Morris, sino que detrás de ellas cayeron también las acciones de algunas compañías destacadas por sus marcas, como Coca Cola, Pepsi Cola, Procter & Gamble, Nabisco o Heinz entre otras. Muchos directores de marketing interpretaron la caída de la bolsa como una señal para retirar sus campañas publicitarias de imagen y reforzar todas aquellas acciones de promoción, encaminadas a conseguir beneficios a corto plazo.
Y también a partir de aquel momento, muchas escuelas de negocios empezaron a formar a las nuevas generaciones de empresarios en la filosofía de los recortes de gastos en comunicación de imagen y de la rentabilidad a corto plazo. No es casualidad que la proporción de la inversión total entre el above y el below the line, que en 1993 era del 70% y el 30% respectivamente, pasara en sólo 10 años a invertir por completo los porcentajes.
Sin embargo, algunas empresas que iniciaban su desarrollo en esos años no quisieron entrar en esa dinámica catastrofista y continuaron apostando fuertemente por la marca a pesar de todo. Marcas como Apple, Nike, The Body Shop, Starbucks o Calvin Klein decidieron hacer caso omiso a los agoreros y poco a poco fueron demostrando que llevaban razón y que el éxito y el futuro eran suyos. La propia Philips Morris, pasados los primeros momentos de desconcierto, dio atrás sobre sus propios pasos y volvió a subir los precios de Marlboro.
En 1995, dos años después del fatídico Marlboro Friday, la marca no sólo había recuperado su participación, sino que había aumentado un 9% su cuota, pasando del 22% al 31%, y demostrando de esta manera que su marca, construida con la inversión publicitaria de muchos años, era capaz de resistir por sí sola los más duros embates de la competencia de precios.